Cuando hablamos de ciencia, medicina y horror, muchas miradas se dirigen a una misma época del pasado (no hace tanto de ello), donde ocurrió el, posiblemente, más infame de los estudios de investigación médica de Estados Unidos. Toda una generación de trabajadores quedaron marcados para siempre.
En 1833, el general Thomas Simpson Woodward, un veterano de guerra, funda la ciudad de Tuskegee (Alabama). Se trata de la ciudad más grande en el condado de Macon, y ha pasado a la historia por varias razones. En primer lugar, es uno de los sitios más importantes en la historia afroestadounidense, tremendamente influyente en la historia del país desde el siglo XX.
Antes de la guerra civil, el área fue utilizada en gran parte como una plantación de algodón, siempre dependiente en el trabajo de los esclavizados africano-americanos. Tras la guerra, muchos de ellos continuaron trabajando en plantaciones en el área rural, dedicada principalmente a la agricultura.
En 1881 se fundó la Tuskegee Normal School (actualmente Universidad de Tuskegee, históricamente negra) y su director, Booker T. Washington, desarrolló una red nacional filantrópica para apoyar la educación de la comunidad y sus hijos.
Pasaron los años, y en 1923 se estableció el Centro Médico de Administración de Veteranos de Tuskegee, inicialmente para los aproximadamente 300.000 veteranos afroamericanos de la Primera Guerra Mundial. Esto ocurrió cuando las instalaciones públicas estaban segregadas racialmente. Se construyeron 27 edificios en el campus.
Miembros de la Universidad de Tuskegee en 1902. Imagen | Wikimedia Commons.
Y aunque con el tiempo la ciudad fue objeto de avances en materia de derechos civiles, unos años después de fundarse el centro de veteranos iba a tener lugar una herida tan profunda que sigue abierta, donde la vida de muchos hombres afroestadounidenses y sus familias se arruinó.
A comienzos del siglo XX la medicina no se parecía a la actual. La comunidad estaba desamparada con varias plagas y enfermedades, y una de ellas era la lucha contra la sífilis, con los doctores casi siempre un paso por detrás.
En aquella época se estaba extendiendo a un ritmo alarmante en ciertas áreas, particularmente entre los segmentos más pobres de la población mundial. Incluso para aquellos que podían pagar la atención médica, los únicos tratamientos conocidos rivalizaban con la enfermedad en el daño que hacían a los enfermos.
A comienzos de la década de 1930, el doctor Clark, del Servicio de Salud Pública de los Estados Unidos (PHS), lanzó un estudio en Tuskegee para documentar la progresión de esta problemática enfermedad de transmisión sexual. La región era el hogar de cientos de campesinos negros pobres (y en su mayoría analfabetos), donde los casos de sífilis habían alcanzado proporciones alarmantes.
El estudio se llevó a cabo con la esperanza de que una comprensión más profunda de la enfermedad proporcionaría nuevos conocimientos sobre tratamientos potenciales y posiblemente justificaría un programa financiado por el gobierno. Sin embargo, tras este comienzo tan esperanzador y noble del inicio, la falta de fondos y la escasez de ética llevaron a uno de los más vergonzosos estudios en la historia de Estados Unidos.
El experimento
La sífilis es una enfermedad infecciosa de curso crónico, transmitida principalmente por contacto sexual, producida por la espiroqueta Treponema pallidum (filo de bacterias Gram-negativas). Sus manifestaciones clínicas son de características e intensidades fluctuantes, aparecen y desaparecen dependiendo de la etapa de la enfermedad, con úlceras en los órganos sexuales y manchas rojas en el cuerpo, y con lesiones en el sistema nervioso y en el aparato circulatorio.
El paciente puede sentir que la enfermedad mejora al año, incluso sentir que ya está sano, pero realmente, se encuentra en una fase de latencia de la enfermedad, una que da paso a tumores sobre el cuerpo y que puede comenzar a producir daños graves en el corazón, los huesos y las articulaciones. Como decíamos antes, la enfermedad también puede infectar el sistema nervioso, un tipo conocido como neurosífilis. Esta variedad puede resultar en daño a los ojos y los oídos, cambios de personalidad, reflejos hiperactivos, parálisis y locura.
Considerado como uno de los experimentos más crueles de la historia, especialmente por su duración, el caso del Estudio Tuskegee sobre sífilis no tratada en varones negros —mejor conocido como el «Experimento Tuskegee»— es uno de los episodios más lamentables de la historia americana, de la ética médica estadounidense en particular y la de la medicina en general.
Se trata de un estudio que se desarrolló entre 1932 y 1972 en la localidad sureña de Tuskegee (Alabama), que estuvo a cargo de un grupo de científicos del Servicio de Salud Pública de los EE. UU., en el cual se investigaron cuáles eran los efectos de la sífilis en personas no tratadas y comprobar su desarrollo desde sus fases iniciales hasta la muerte.
Hombres de tez negra, analfabetos aparceros de origen afrodescendiente y contagiados de sífilis, fueron partícipes de este cruel y controversial experimento de forma involuntaria y sin consentimiento alguno.
Tabla del Servicio de Salud Pública de los Estados Unidos resumiendo a los participantes en el estudio.
Imagen | Wikimedia Commons.
Pensemos cómo era aquella situación. A los hombres que trabajaban en el campo cada día y pagaban una renta en la tierra con una parte de sus cosechas, esta oferta era extremadamente atractiva. Se calcula que más de 600 voluntarios fueron aceptados para el estudio, incluidos más de 200 hombres sanos en un grupo de control y casi 400 que dieron positivo para la sífilis. Además, dado que no había fondos disponibles para proporcionar medicación útil a los participantes, los investigadores podrían hacer poco más que observar la progresión natural de la enfermedad.
Los doctores razonaron que mientras no hicieran daño a los pacientes, su estudio estaba justificado por el conocimiento que produciría para toda la humanidad. Sin embargo y casi de inmediato, estas metas tan nobles se juntaron bajo el peso de una investigación equivocada. Los médicos optaron por no revelar la gravedad de la afección a los voluntarios, en lugar de informarles que necesitaban tratamiento para una dolencia ambigua.
¿Qué hicieron a cambio? Les proporcionaron dosis diarias de aspirina y suplementos de hierro que falsificaron como medicamento más útil.
Se reconoce al doctor Taliaferro Clark como su impulsor. Descontento con la metodología de sus compañeros y con estas prácticas engañosas, decidió retirarse del proyecto y marcharse al cabo de un año, dejando el experimento en manos de otros médicos menos considerados como el doctor Oliver Wenger, que supervisó el proceso durante años.
En un correo enviado a su compañero el doctor Raymond Vonderlehr, Wenger le felicitaba por su capacidad para engañar a los “negratas” (utilizaba el término nigger en su misiva). Por ejemplo, durante la investigación, los pacientes recibieron una carta que avisaba que se trataba de “la última oportunidad para tener un tratamiento especial gratis”, para convencerlos de que aceptaran las pruebas, y el procedimiento se administraba generalmente para toda una región en un día, así evitaban que el desagrado general desalentara la participación.
Bajo el cuidado de una enfermera afroamericana, se tomaron muestras periódicas de sangre de los participantes. También fueron sometidos a una prueba donde la columna vertebral se pinchaba con una aguja grande para recoger una muestra de líquido cefalorraquídeo. Tratamiento que no era otra cosa que una punción lumbar para localizar la enfermedad: no había nada de terapéutico en ello.
El tratamiento no ofrecía ningún beneficio para la salud de los pacientes, de hecho, a menudo desencadenó fuertes dolores de cabeza y náuseas, incluso hubo un pequeño riesgo de discapacidad o muerte. Pero los médicos lo consideraron necesario para probar indicios de neurosífilis.
Lo cierto es que, a pesar del malestar ocasional, tratándose de trabajadores pobres estaban encantados de recibir atención médica del gobierno. Incluso muchos de los enfermos de sífilis traían comida recién hecha para los médicos como forma de mostrar su gratitud.
Durante los primeros años del estudio, la enfermedad la combatieron con cócteles tóxicos que incluían mercurio o arsénico y que a veces eran más perjudiciales para el paciente que la propia enfermedad.
Para entender lo ocurrido hay que remontarse a finales de los años 20, poco antes del crac económico, cuando el experimento se puso en marcha. Por aquel entonces, no existía ningún tratamiento fiable para la sífilis, tan sólo algunos mecanismos que causaban fuertes efectos secundarios y cuya utilidad no estaba demostrada. Con el objetivo de entender mejor el funcionamiento de la enfermedad, el Servicio Público de Salud y el Instituto Tuskegee decidieron estudiar durante un período de seis a ocho meses la población infectada que habitaba en el condado de Macon y, posteriormente, tratarlos con los medicamentos disponibles. Con lo que no contaban por aquel entonces es con que iban a terminar engañando, enfermando y despreciando a decenas de los estadounidenses más desfavorecidos.
Imagen | AP.
Para llevar a cabo el experimento, se dijo a los enfermos que tenían «mala sangre» (bad blood), una palabra genérica para referirse a diversas enfermedades y jamás fueron tratados, sino simplemente observados para entender cómo evolucionaba naturalmente la enfermedad cuando no se trataba y si era de riesgo mortal. Para mantener vigilados a los participantes, les ofrecieron comida, alojamiento y seguro de deceso.
Los investigadores más “creativos” habían experimentado infectar deliberadamente a pacientes con malaria para producir una fiebre prolongada que, a veces, mataría la infección de sífilis.
Sacando “mala sangre”. Imagen | AP
El momento crítico se produce, no obstante, en 1947 se supo que la penicilina podía terminar con este mal (cuatro años antes la Ley Henderson ordenaba su tratamiento obligatorio), pero no se utilizó ni se proporcionó a ninguno de los pacientes. Los responsables de la investigación se negaron a que sus conejillos de indias formaran parte de campañas nacionales para la erradicación de la enfermedad.
Los investigadores de Tuskegee, en un intento por preservar los frutos de sus trabajos, mantuvieron la cura en secreto para los pacientes y no sólo eso, también proporcionaron a los médicos locales listas de los nombres de los participantes para que no les dieran la penicilina, a menos que interfieran con un estudio de salud del gobierno. Los administradores del experimento no estaban interesados en salvar las vidas de los agricultores negros, sólo les interesaba “diseccionarlos”. Su interés real comenzaba cuando habían muerto.
Pacientes esperando su turno en 1970. Imagen | Wikimedia Commons
Luego vino la Segunda Guerra Mundial, y tras el final de la guerra el famoso Código de Nuremberg, en 1964, donde la Organización Mundial de la Salud obligó a que todos los experimentos con humanos tuvieran el consentimiento expreso de los participantes y los principios éticos que debían definir los límites de la experimentación humana debían establecer una serie de requisitos de aprobación pública e informada. Obviamente, el criterio del Experimento Tuskegee estaba en contradicción directa con muchas de estas directrices y para que los experimentos pudieran continuar sin interrupción este experimento no fue revisado.
Durante años, los doctores trataron a sus pacientes con un régimen de placebos.
Es así como ni siquiera durante la Segunda Guerra Mundial, cuando 250 de los participantes en el estudio fueron llamados a filas, pudieron ser tratados, ya que los investigadores adujeron que ya estaban recibiendo medicación.
Pasaron los años hasta llegar a 1966, cuando Peter Buxton, investigador de enfermedades venéreas del Servicio Público de Salud, se enteró del estudio, envió una carta al director de su departamento expresando sus preocupaciones morales con respecto al experimento y denunció la situación al CDC (Centro de Control de Enfermedades, por sus siglas en inglés). La respuesta del CDC no tiene pérdida: le responden que el estudio debía continuar hasta que todos los pacientes murieran, de forma que le permitiría a los investigadores tener la autopsia de todos ellos. Así que se descartó toda intervención hasta la muerte de todos los participantes y además, dicha respuesta es apoyada por la Asociación Nacional Médica y la Asociación Médica Americana.
Más de ocho años después, Buxton acudió a la prensa ante la pasividad de las autoridades sanitarias oficiales y a finales de julio de 1972 (exactamente 40 años después), aparece un artículo en un periódico de Washington condenando el estudio Tuskegee y sus prácticas. El artículo fue escrito por Jean Heller en respuesta a una carta enviada por Buxtun. Los lectores no dan crédito al saber que el Servicio de Salud Pública estaba evitando deliberadamente que los sujetos de la prueba recibieran tratamiento. Al día siguiente, la noticia salta al Washington Star y al New York Times, el gobierno se defiende señalando que los experimentos se llevaron a cabo en voluntarios, y que los pacientes siempre estaban predispuestos. En apenas un día, la desaprobación pública aplastó las excusas y el escándalo fue tal que el proyecto fue condenado y clausurado.
Ted Kennedy con el premio a Jean Heller por su reportaje. Imagen | AP
Durante el estudio, 28 de los hombres habían muerto de sífilis y 100 murieron debido a complicaciones relacionadas. Muchos de ellos murieron después de que la penicilina estuviera disponible. De los casi 400 voluntarios infectados originales, sólo 74 sobrevivieron para saber que sus médicos sólo habían estado fingiendo tratar su enfermedad durante las últimas cuatro décadas. Además, se encontró que 40 de las mujeres de los pacientes habían sido infectadas durante el estudio, y 19 de sus hijos habían nacido con sífilis congénita.
Un año después, se ganó una demanda conjunta de 9 millones de dólares en nombre de las víctimas, cuya suma fue dividida entre los supervivientes. Ahora sí, y sin trampas, ellos y sus familias fueron garantizados a una atención médica gratuita para el resto de sus vidas.
Toda esta situación tuvo su 'lado positivo' en los años posteriores a su culminación, en tanto provocó grandes cambios en la protección legal de los pacientes y en los participantes de estudios clínicos. Por tratar de cerrar una herida difícil de olvidar, en 1997 el Presidente Bill Clinton pidió disculpas en nombre de la nación por los inhumanos experimentos. De forma oficial en la Casa Blanca ante cinco de los supervivientes, recordó a las víctimas: “No se puede deshacer lo que está hecho, pero podemos acabar con el silencio. Podemos dejar de mirar a otro lado, mirarlos a los ojos y finalmente decir, de parte del pueblo americano, que lo que hizo el Gobierno fue vergonzoso y que lo siento”.
A pesar de la disculpa, la sombra del Experimento Tuskegee sigue siendo muy larga. No sólo provocó dolor y sufrimiento a centenares de ciudadanos, sino que sus consecuencias se han dejado notar a lo largo del tiempo: provocó que gran parte de afroestadounidenses desconfiaran de los tratamientos médicos y fueran reticentes a acudir a un facultativo. Es comprensible que el infame estudio fuera motivo de una profunda desconfianza en el sistema médico estadounidense
Eunice Rivers junto a colaboradores del experimento.
El doctor John Heller, director de la División de Enfermedades Venéreas del Servicio Público de Salud, años después justificaría el experimento y a los colaboradores afirmando que “los médicos y el personal civil se limitaron a cumplir con su trabajo. Algunos siguieron órdenes, otros trabajaron para gloria de la ciencia”. Uno de ellos era la enfermera Eunice Rivers, quizá uno de los personajes más controvertidos del reparto de esta tragedia, por tratarse de una mujer local afroamericana que trabajó como asistente de Vonderlehr y que consiguió convencer a muchos de sus vecinos de participar en el experimento. Durante mucho tiempo, fue el enlace entre el grupo de investigadores y los inocentes cobayas ('conejillo de Indias').
Eunice Rivers invitando a participar en el experimento.
En 1977, Gil Scott-Heron editó en su álbum Bridges una canción llamada «Tuskegee #626»: “Tuskegee #626, los científicos disfrutan cuando la enfermedad mortal puede hacer lo que quiere, los resultados no son difíciles de predecir. Tuskegee #626, empujados rápidamente a un lado cuando tus hermanos son cobayas en viciosos experimentos”, cantaba en ella. Una directa denuncia de uno de los episodios más tristes de la medicina del siglo XX.
Además del de Tuskegee, los insatisfechos científicos estadounidenses, liderados por la misma mente enferma: John Charles Cutler, realizaron el experimento sobre sífilis en Guatemala entre 1946 y 1948, el cual constaba de una serie de estudios e intervenciones a cargo del gobierno de Estados Unidos en tierras guatemaltecas. En este caso, de forma deliberada, los médicos infectaron un enorme número de ciudadanos guatemaltecos, desde enfermos psiquiátricos, a presos, prostitutas, soldados, ancianos e incluso hasta a niños de orfanato.
Obviamente, las más de 1500 víctimas no tenían la menor idea de qué era lo que los médicos les habían colocado mediante inoculación directa, siendo infectados con sífilis, una de las peores ETS. Una vez contagiadas, a estas se les suministró una serie de drogas y químicos para ver si así era posible evitar la propagación de la enfermedad.
Existe evidencia de que, entre otros métodos aplicados para el contagio, los médicos pagaban a las víctimas para que mantuvieran relaciones sexuales con prostitutas infectadas, mientras que en otros casos, se provocaba una herida en el pene de la víctima y luego se rociaba con intensos cultivos de bacterias de sífilis (Treponema pallidum).
Referencias |
Jones, JH. Free Press; New York: 1981. Bad blood: the Tuskegee syphilis experiment.
Reverby SM. More than Fact and Fiction. Cultural Memory and the Tuskegee Syphilis Study. Hastings Center Report. 2001; 31: 22-28.
Brandt AM. Racism and Research: The Case of the Tuskegee Syphilis Study. Hastings Center Report. 1978; 8: 21-29.